Bienvenidos a mi blog particular donde espero que os sintáis como en casa y donde están guardadas muchas cosas buenas y no sólo la esperanza como en la caja de Pandora.
Disfrutad y pasad un buen rato, espero que después de recorrer mi Caja Particular salgáis sabiendo algo más de mí. Y por supuesto, cualquier opinión es bienvenida.
viernes, 29 de agosto de 2008
Dulce Melodía
Me levanto poco a poco como cada mañana, dolorido por culpa de éste maldito colchón o quizás por la espalda que ya no es lo que era. Me desperezo y voy hacia el baño intentando colocarme la leonina cabellera en su sitio. El espejo me enseña un tipo de mediana edad, con el pelo casi blanco por la inmensa cantidad de canas, una perilla mal recortada que creo me da un aspecto intelectual y que acompaña al físico un tanto descuidado.
Me ducho, me afeito, me meto dentro del traje un poco raído de siempre y cojo el maletín con el que voy a todas partes. Miro a mi alrededor, el piso es viejo y está hecho un desastre, el polvo invade lo poco que queda, pero ya lo arreglaré otro día. Sólo hago mi pequeño acto fetiche de todos los días: me acerco a una mesa, miro un viejo retrato de mi único hijo y lo acaricio con amor, deseando que ése pequeño contacto le llegue esté donde esté.
Bajo al bar y me siento en el taburete de siempre, el segundo al fondo de la barra del bar, donde le pido a Pedro que me prepare un café solo y un bocadillo de tortilla. Me lo como con parsimonia mientras miro a la variopinta concurrencia que se reúne siempre por las mañanas en éste bar del barrio oeste de la ciudad: el grupo de ancianos con su periódico y su charla futbolera, un par de estudiantes del instituto de al lado, que llegan tarde pero no parece importarles mucho, Manolo que entra con sus gafas de sol y sus cupones de la ONCE y doña Pepita, que empuja torpemente su carro de la compra hasta el rincón de la tragaperras, donde seguro que se dejará la mitad de los euros que lleva en un llamativo monedero, y que al salir de casa eran para comprar toda la comida de la semana.
Salgo media hora más tarde sin ninguna prisa camino del centro de la ciudad. Mi caminar es lento pero constante y voy mirando ahora los pocos metros que tengo delante de mí , ahora la punta gastada de mis zapatos. Llego a la Plaza Mayor y me dirijo directamente al mismo sitio de siempre, sin percibir siquiera el sol de media mañana, las palomas que sobrevuelan la fuente de veinte metros más allá ni el gentío que va y viene en todas direcciones, algunos con más rapidez que otros.
Dejo el maletín en el suelo, lo abro y saco mi viejo saxofón. El estuche queda abierto esperando recibir lo suficiente para pasar el día de hoy y con suerte un poco más. Miro un segundo embelesado el dorado peculiar que ha ido cogiendo el instrumento después de tanto tiempo y lo acaricio sin darme cuenta. Ahora es el momento.
Entorno los ojos y empiezo a tocar una tras otra las mismas canciones de siempre, conocidas algunas en viejas partituras y otras simplemente de oído. Se acercan algunas personas, cada vez más, hasta que sólo veo un bloque desconocido ante mí. Los miro uno a uno y entonces es cuando veo la diferencia de cada una de sus caras y expresiones: curiosidad, distracción, impaciencia o embeleso. Guiño de vez en cuando el ojo al viejecito, a la muchacha inocente o a ése niño de pocos años que se acercan a poner monedas delante de mí.
Cierro los ojos para disfrutar de la música pero de repente, .... oigo el sonido de una moneda rodar por el pavimento. Abro rápidamente un ojo y veo un niño gitano, de no más de 6 años, desaliñado, despeinado y sucio, que recoge la moneda. Ya sé que es tan sólo una moneda pequeña pero mis instintos se han puesto alerta. Lo imagino ya corriendo en dirección contraria con el tesoro en su pequeña mano, pero me relajo y me culpo a mí mismo al ver cómo se acerca muy despacito, mirándome a los ojos y escuchando encantado el sonido del saxo deja caer la moneda en el estuche junto con las demás.
Le guiño un ojo como siempre, pero ésta vez lo hago con un punto más de cariño. El pequeño no me es desconocido, lo he visto rondando algunas mañanas por la zona, siempre sólo, supongo que buscando algo que robar o recoger para comer o llevarse consigo.
Termina una de las canciones y el niño aplaude tímido pero con la boca abierta. La gente se dispersa pero él sigue allí de pie, mirando el saxo, observándome de arriba abajo un poco hipnotizado. Vuelvo a tocar y el niño sigue en primera fila, un poquito apartado, pero pendiente ahora de mí, ahora de las pequeñas multitudes que van y vienen.
Va pasando el rato y el sol cae en el cielo, por lo que desaparece por encima de los tejados de la Plaza aportalada. Empieza a hacer frío y cada vez hay menos bullicio. Los turistas y las familias con niños son reemplazados por adolescentes y sus bebidas en las manos, parejas de policías en su ronda habitual y algún que otro barrendero.
Recojo las monedas, no ha sido un mal día, y guardo el saxo. Cierro el estuche, me giro y miro interrogante al niño. Me mira como esperando algo, ¿una respuesta?, ¿una moneda?.
Me encojo imperceptiblemente de hombros y él esboza una sonrisa. Alargo mi mano y él se agarra a ella con familiaridad. Nos miramos un momento y empezamos a caminar hacia la calle principal en dirección hacia casa.
- Me llamo Carlos, ¿ y tú? – le digo.
- Kike.
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