Las campanas de la iglesia tocan el último aviso para la misa de las ocho mientras en la sacristía el Padre Rafael se abrocha los últimos botones de la sotana, se coloca bien el alzacuellos y pasa alrededor de sus hombros la estola morada delante del espejo. La imagen que le devuelve es la de un hombre de mediana edad, algo canoso, delgado y de semblante relajado.
Al salir a la iglesia se encuentra con Antonia, una de las feligresas que le ayudan en las tareas diarias, en la ayuda a los pobres y en las liturgias.
- Antonia, ¿está todo ya preparado para la misa?
- Si, padre.
El Padre Rafael va hacia el altar, prepara el cáliz y las bandejas y después va hacia las puertas de la iglesia. Siempre le ha gustado ir al encuentro de los fieles como si los recibiera en su propia casa. Se coloca en el primer escalón y va saludando a cada uno de ellos: todos aquellos ancianos, parejas jóvenes, hombres y mujeres que forman todo aquél pueblo de provincias en el que le ha tocado ejercer su oficio. Conoce a todos y cada uno de ellos, su nombre, su historia, su vida ... Manolo, su mujer y sus siete hijos, Margarita con su hija minusválida, Tomás que se quedó viudo hace un año, o Ana, sola desde que murió su madre hace 6 meses y que parece que ha encontrado refugio en la iglesia.
Cierra la puerta una vez han entrado todos ellos y camina lentamente hacia el altar. Empieza la misa, que se alterna entre oraciones, alguna homilía, un pequeño trozo del evangelio leído por Antonia, Eva o Ursula, y algunos cantos de la pequeña coral que han montado algunas de las feligresas. Desde su silla oye emocionado la entonación de todas ella, y especialmente de Ana, que además toca melodiosamente el órgano, creando una bella música.
Prepara el ritual de la comunión y todo el pueblo forma una larga cola delante de él para tomar el santo pan. Se siente orgulloso de aquellos niños que desde hace poco se acercan a él y se emociona con los ancianos que caminan a duras penas. Los mira a todos a los ojos, hasta que se encuentra con unos ojos intensos, tan emocionados como los de él, los de Ana.Se acerca a él un paso más, se inclina un poco y entreabre los labios. El le ofrece la comunión y al retirar sus dedos los roza por unos segundos con la piel de ella. Se entrecruzan una última mirada y un escalofrío le recorre el cuerpo. Siente turbado que se le desvía la mirada hacia la dirección que ha tomado ella, pero rápidamente reacciona.
Diez minutos más tarde acaba el ritual, todo el mundo se marcha poco a poco y él se retira al confesionario como hace después de cada misa. Ya hay alguna viejecita esperando y sonríe para sí mismo pensando qué pecados habrá creído cometer aquella pobre mujer.Escucha silencioso un par de voces ancianas que piden más un consejo cotidiano que la absolución a sus pecados, hasta que oye una voz familiar que le saluda a través de la reja: es una voz femenina, joven y armoniosa. La reconoce al instante y su piel se eriza sin poder remediarlo. Su oído se agudiza y no puede reprimir un pequeño carraspeo:
- ¿en qué puedo ayudarte, hija mía?
- Padre, he cometido un gran pecado.
- Cuéntame, hija.
- Padre, me ha costado mucho reunir la fuerza suficiente para poder venir a hablar con usted, pero la vida se me ha hecho insoportable. Usted es para mí... una luz, mi única ilusión, padre.
- Hija mía, la fe es un gran apoyo para todos nosotros – dice el padre Rafael con un hilo de voz.
- No, padre, no se trata de eso. No sé cómo decirlo .... padre, yo le quiero, estoy enamorada de usted y siento que necesito estar a su lado como necesito el aire para respirar.
- Pero, hija... – y en ése mismo momento, y sin tiempo a reaccionar, oye levantarse a Ana al otro lado y el eco de sus pisadas apresuradas por el pasillo de la iglesia en dirección a la calle.
El sacerdote sale a toda prisa del confesionario, no hay nadie en toda la iglesia, y logra atrapar a Ana justo antes de que salga. Su corazón late a toda prisa, su mente está nublada y la única imagen que le invade ahora es la de sus dedos rozando levemente los labios de Ana hace un rato.La agarra del brazo, la chica se gira ruborizada y sin pensar un instante, se abrazan y se unen en un largo beso. El tiempo parece detenerse hasta que se unen en uno solo en la habitación de él. El sacerdote siente que su mundo se ha empequeñecido para reducirse a ésos ojos, a sus mejillas arreboladas, a su respiración entrecortada, a la unión de sus cuerpos y el tacto de la piel de Ana y cuando todo acaba, él cae rendido en un profundo sueño abrazado a ella.
Horas más tarde, el padre Rafael se despierta empapado en sudor a causa de terribles pesadillas. Ana ya no está allí. Mira a su alrededor y por un momento no reconoce nada. No puede creer lo que ha sucedido. Siente que su mundo, sus principios, su fe, todo se tambalea. Se pone la sotana y los primeros rayos de luz que se cuelan por las vidrieras de la iglesia lo encuentran rezando de rodillas delante del altar con su rosario entrelazado entre los dedos.No es consciente de lo que pasa a su alrededor hasta que Antonia le toca levemente el hombro:
- Padre, debo prepararlo todo para la liturgia, pero no encuentro el cáliz ni la bandeja de plata.
- ¿Cómo? ¿Has mirado en la sacristía y en el otro armario?
- Si, Padre.
- Bueno, no te preocupes... luego lo buscaré yo más tranquilamente. No te pongas nerviosa. Coge los de la otra colección.
La siguiente misa la lleva a cabo maquinalmente, sin darse cuenta de nada, lo único que hace es recorrer la mirada entre la gente, intentando ver entre aquellas caras la de Ana, pero sin éxito. A la vez, siente una presión en el pecho y una incertidumbre que le llena el corazón.
Una vez acabada la misa, se dirige al confesionario, pero se detiene en seco antes de sentarse. Encuentra un sobre cerrado en el asiento. Lo abre y encuentra la siguiente nota:"Perdóneme Padre, por los pecados que he cometido. Hace tiempo que rondaban malos pensamientos por mi cabeza y hoy le he hecho incurrir a usted en un pecado infame que jamás me podré perdonar.No sé si habrá salvación para mí, ya que además de todo ésto, he robado a la santa Iglesia objetos sagrados, pero son quizás mi única oportunidad de poder escapar del pueblo y de la deshonra tan grande en la que he caído.Perdóneme, Padre, por los pecados que he cometido".
El sacerdote cierra los ojos. Siente a la vez como si parte de su alma muriera y otra renaciera con más fuerza y fe. Rompe la nota y la guarda en el bolsillo de la sotana mientras abre la portezuela del confesionario. Maria, una viejecita que se confiesa todos los martes, le dice....
- Perdóneme, Padre, porque he pecado.
1 comentario:
GENIAL LA INTERPRETACIÓN DEL MISMO , CON UN SÓLO PERO : EL MOMENTO DEL ROCE DE LA MANO DEL PÁRROCO , CON LOS LABIOS DE LA JOVEN , PODRÍAN HABER DADO LUGAR A LA DESCRIPCIÓN FÍSICA DEL PADRE .POR EL CONTRARIO , PERFECTO RECORRIDO POR EL DIARIO ECLESIÁSTICO DE LA ÉPOCA.ENHORABUENA.
Publicar un comentario